Extraño ese portarretrato.
Aquel que albergó el recuerdo más agridulce de mí.
De una joven yo. Una ignorante e inocente yo. Cuántos sueños quedaron atados al intenso recuerdo de una fotografía que siempre será inamovible. No soy yo, ni lo seré jamás.
Mis dedos se aferraron una y otra vez al frío metal, recorriendo espirales doradas que adornaban los bordes y abrazaban el tiempo.
El cristal bajo la luz del sol transformó lo que debería ser un inmutable reflejo de quien fui en algo que no podía reconocer. Con lágrimas cálidas y hediondas que bajaron por mis mejillas, y aunque el sol calentó el metal, no avivó mi piel y no esfumó el llanto. El sol abrazó de forma obsesiva la imagen de un yo que no soy.
¿Cuántos sueños, cuantas ideas, cuantas palabras se quedaron estáticas en ese momento que hoy ya no significan más que anhelar un antes?
Con una última mirada, bajo la luz intensa, la imagen se difuminó, y en su lugar, lo único que emergió fue mi gesto acongojado. No pude evitar refunfuñar y sentir rechazo al ver el vestigio del ahora. Era yo. Esa soy yo: despeinada y cansada, con los ojos hinchados de tanto llorar, y, aun así, sonreí. Una sonrisa cansada, pero tan sincera como la de aquella joven también sintió la intranquilidad de no saber quién era y quien sería.
Y ella siguió ahí, intacta, pero hasta el portarretrato que la resguardó fue víctima como yo del tiempo y lo agresivo de vivir. Y aunque ya no me pertenece, no me angustia, porque ya no soy solo un reflejo que impacta en el ahora, porque me sé más similar a un objeto brillante tan arañado y cansado, harto de abrigar una foto que ya no es más yo
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